viernes, junio 07, 2013

Elevador

Por Miriam Badillo




Recuerdo que durante algún tiempo, en mi adolescencia, pasaba con frecuencia delante del multifamiliar Miguel Alemán. La primera vez me agarró desprevenida: me asustó el monstruo, me rebasó ese tamaño, ese exceso. Por aquella época empezaba a leer a Borges y la visión del complejo habitacional me recordó lo que sentí cuando intenté leer  “El inmortal”. Digo que lo intenté porque no pude hacerlo la primera vez, también me rebasó. Lo retomé tiempo después y entonces pude con su grandeza.
Esta película me trajo estos recuerdos y me mostró el interior del monstruo de mi adolescencia, sus arterias: la vida fluyendo en sus elevadores. Las vidas minúsculas de sus habitantes, como es la vida de todos, profunda, como es la vida de todos, aunque  a veces ni siquiera lo sepamos.
Al concentrarse en lo pequeño en realidad la cámara se concentra en lo grande, las conversaciones sencillas de todos los días en las que se reproduce nuestra educación sentimental, social, política y las grandes verdades. Los dolores de todos los días, las alegrías, la vida que no para. Aunque para los elevadoristas sí para, se congela ante su mirada, la pueden tocar en el corto viaje entre piso y piso. La pueden oler, la pueden escuchar. No sólo las vidas ajenas sino las propias, estar consigo mismos: lidiar con el tedio, pensar en su futuro, en su pasado, rememorar, leer, escribir, pintar, ser dueños de su tiempo, ganar su libertad en un ámbito diminuto y a la vez inmenso, bailar. Sí, bailar en el medio de la noche, en un pasillo solitario sólo por el placer de sentirse vivo, de estar vivo.   
El destino del monstruo, sueño de la modernidad que seguimos sin ver concretada, parece incierto. Su andar es dificultoso, su respiración entrecortada, pero la vida dentro de él fluye. No sabía  nada de esto cuando apartaba la mirada siempre que pasaba frente a él.
     
Elevador
de Adrián Ortiz Maciel
México, 2012
 

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